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Francisco Pomares

 

Tres caravanas integradas por más de diez mil inmigrantes centroamericanos atraviesan México con la intención de llegar a Estados Unidos y cruzar la frontera. La mayoría de los inmigrantes son hondureños, guatemaltecos o salvadoreños. Sus países son incapaces de proporcionarles medios para superar la extrema pobreza o alejarles de la violencia, el crimen y la corrupción que contamina toda Centroamérica. Son solo la avanzadilla de migraciones colectivas aún mayores, imparables, que en los próximos años y décadas serán forzadas por el cambio climático, las sequías y el fracaso estructural de muchos estados centroamericanos. El fenómeno de movilizaciones masivas, conocido y gestionado por organizaciones internacionales en sucesivas crisis y hambrunas en Asia y África, será más intenso a medida que la pobreza se enseñoree de América Central.

 

Frente a movilizaciones masivas de decenas de miles de personas, las chulerías y bravuconadas del presidente Trump no sirven de nada, más allá de calentar el debate electoral que hoy divide en dos mitades aparentemente irreconciliables a la sociedad estadounidense. Después de asegurar que disparará contra quienes intenten cruzar la frontera, Trump ha rectificado, amenazando ahora con severas penas de prisión a los migrantes. Lo cierto es que parar una movilización masiva metiendo en la cárcel a los inmigrantes no parece una medida de largo recorrido: es difícil que haya cama en las prisiones para tanta gente, y más aún que la sociedad americana acepte encarcelar a familias enteras. Frente a una movilización de esta clase, las opciones deben ser de otro tipo. ¿Pero cuáles? ¿Puede un país abrir sus fronteras a todo el que quiera cruzarla? ¿No es legítimo intentar frenar el desbordamiento de las fronteras? ¿Abrir las puertas bajo la presión de miles de personas no provocaría caravanas aún mayores de gentes que reclamen una vida mejor?

 

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