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Adiós a la República americana

 

Me manda un colega el extraordinario artículo que John Carlin –autor, entre otras obras relevantes, de El factor humano, que Clint Eastwood llevó al cine en Invictus-, publicó ayer en su columna de La Vanguardia, y en el que el periodista británico se refiere a los acontecimientos que esta viviendo Estados Unidos bajo la presidencia de Trump como “La tragedia más grande de la historia”. Carlin considera –y yo con él- que agosto de 2025 será recordado como el mes en que Estados Unidos comenzó su descenso real hacia la dictadura. Lo escribe con la contundencia que caracteriza sus opiniones y creencias, y citando a voces de peso del propio campo conservador norteamericano.

 

Porque lo que produce desasosiego no es que esa reflexión la hagan los habituales críticos de Trump –los artículos de nuestro compatriota Roger Senserrich sobre el deterioro de la democracia estadounidense producen verdadero terror-, sino que lo hagan veteranos republicanos, estrategas que en su día trabajaron para presidentes y gobernadores de su partido. Son ellos los que provocan la alarma al describir un poder presidencial sin límites, que ha laminado a la oposición y ha liquidado con la complicidad del Tribunal Supremo el Estado de derecho. Si los que construyeron el andamiaje del sistema republicano aseguran que la república ha muerto, deberíamos escucharles con más atención.

 

Lo que sucede en Estados Unidos no es un asunto interno. Para este planeta, y para esa parte del planeta que más nos atañe –Europa-. supone un terremoto político de consecuencias incalculables. Durante décadas, la democracia norteamericana fue nuestra referencia y escudo. Aún con sus muchísimos defectos, garantizaba un equilibrio de poder global frente a regímenes autoritarios y servía de espejo –a veces arrogante, otras veces ingenuo– del ideal democrático. Si la democracia americana se apaga, no quedará nadie en condiciones de reemplazarla. Por supuesto, no lo harían ni China ni Rusia lo harán, las superpotencias nucleares que han basado su modelo en el autoritarismo desnudo. En cuanto a la vieja Europa, debilitada, fragmentada y dependiente, carece de solidez para poder asumir ese trono vacante. La torpeza o –cobardía, en el peor de los casos- de los líderes europeos ha quedado retratada en este mes aciago. En lugar de marcar distancia ante la deriva autoritaria de Trump, una procesión de jefes de Gobierno viajó hasta Estados Unidos para escenificar en comandita, su pleitesía. Lo hicieron, en teoría, para arropar a Zelensky en un momento de extrema vulnerabilidad, pero en la práctica se prestaron a una operación bastante siniestra: ser comparsas de la megalomanía del presidente estadounidense. Al aparecer en la foto, los líderes europeos reforzaron la imagen de Trump como hombre fuerte y dieron oxígeno a un régimen que cada día se parece más al de Putin, con quien se reunió hace apenas unas semanas en Alaska para exhibir afinidades.

 

El mensaje de Europa en la visita a Trump no fue el de la defensa de Ucrania, sino el de la resignación. Aceptar sin pestañear que el nuevo orden mundial pasa por el capricho de un hombre con aspiraciones de autócrata. Esa rendición simbólica es quizá uno de los episodios más lamentables de la política europea reciente: la Unión dispuesta a tolerar cualquier atropello para evitar quedar fuera del paraguas militar estadounidense.

 

La deriva de Trump amenaza con cambiarlo todo. Un EE.UU. autoritario no solo dejará de ser el garante de la democracia en el mundo; se convertirá en un actor imprevisible, capaz de reconfigurar alianzas en función de los intereses y caprichos de su jefe. Ucrania es solo la primera pieza del tablero. Lo que está en juego es la estabilidad de Europa entera, de Oriente Medio, del Pacífico. Está en juego también la propia idea de Occidente como espacio de libertades.

 

Lo que más inquieta es la rapidez del deterioro. Hace apenas unos meses aún se hablaba de equilibrios institucionales. Hoy, como recuerda Carlin, esos contrapesos han desaparecido: purgas en la CIA, el Pentágono, la Reserva Federal, aplicación de aranceles como premios y castigos, persecución a medios de comunicación, deportaciones indiscriminadas de inmigrantes con ciudadanía, militarización de las ciudades gobernadas por los demócratas, leyes disparatadas, mentiras constantes y enriquecimiento obsceno de la familia presidencial. Todo ello aderezado por un culto a la personalidad patético, con aduladores rogando un Nobel de la Paz para que su jefe se ponga contento. El desplome de la democracia estadounidense no es una metáfora ni un recurso literario. Es una realidad que se define en hechos como la pasividad de Europa, convertida en espectadora sumisa, incapaz de articular una estrategia propia para afrontar los días que vienen, que llegarán, en este escenario peligroso y grotesco.

 

Vivimos en el principio de una distopía. Ojalá muchas voces lo denuncien.

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