Falsas soluciones
Por Antonio Salazar
Confiar una solución política a los políticos es casi siempre un campo minado repleto de sorpresas desagradables. Aceptemos que nuestras leyes electorales son malas y que existe una notable desproporción entre representación y votos. Nótese también esta variable sobre equilibrios entre territorios y personas, presente siempre en la retórica política, como si los primeros pudiesen votar o las segundas viviesen en una nube. No había que hacer un máster en alguna universidad de relumbrón para saber que las soluciones que se pondrían sobre la mesa llevarían implícitas más señorías y más gastos pero sobre todo, un notable intento de tomarnos el pelo. No se puede decir, sin faltar a la verdad, que la solución propuesta (diez diputados adicionales a los 60 actuales) no costarán ni un euro más a los "taxpayers" (en inglés se tiene un término preciso, pagadores de impuestos ,en vez del muy tramposo contribuyente, que da la sensación de voluntariedad o expresa similitud a la pertenencia a algún club social). Es en el presupuesto de cada año donde se define los recursos de los que dispondrá el parlamento, así que solo seria necesario un acuerdo entre grupos en el futuro para modificar tan entusiasta manifiesto de neutralidad presupuestaria. Por otro lado, el problema de los políticos no es lo que cobran, sino lo que gastan así que no está claro del todo que esos diez diputados más no vengan con nuevas propuestas de gasto que añadir a los ya más de ocho mil millones de euros que dilapida el gobierno por ejercicio.
Con todo, no es lo peor. Es increíble la insensibilidad que muestran sus señorías con los tiempos que nos tocan vivir. De un lado, estamos en la vida privada (los taxpayers, ¿recuerdan?) expuestos a cambios radicales en nuestras formas de relacionarnos con los demás, de tal suerte que muchos trabajos que hoy hacemos y ocupan nuestro tiempo es probable que no se mantengan pasadas unas décadas. Ítem más, en unos años se demandarán trabajadores para profesiones que a día de hoy no se conocen. Empero, lo sí seguirá existiendo son unas gigantescas maquinarias burocráticas, aparatos de propaganda y coacción que no habrá manera de financiar mientras ellos siguen inasequibles al desaliento con sus dietas, sueldos y canesú. Dicho de otro modo, mientras que nuestro modo de vida es puesto en riesgo por una mayor robotización, ellos seguirán votando mecánicamente lo que sus respectivos secretarios generales les indiquen, lo que ciertamente pasará siendo 5, 60 o 70 diputados. Porque esa es otra de las claves, mientras el sistema de partidos que se apoderó de la democracia no se cambie, lo que haremos en meter diez hombres o mujeres sí en el parlamento, diputados sin autonomía que se limitan a seguir acríticamente los dictados de aquellos a los que deben su generosamente retribuidos puestos de trabajo y que, vaya por Dios, no somos los votantes, son los jefes de esas organizaciones políticas.
Lo que alguien, alguna vez, en algún lugar debería empezar a preguntar es exactamente en qué se benefician los habitantes de estas islas en su conjunto, o incluso, de alguna isla en particular si admitimos que la solución al problema es más políticos y más políticas. A decir verdad, lo que nos han presentado es un modelo en el que es muy sencillo descubrir a los ganadores reales pero imposible a los que teóricamente deberían aspirar a beneficiar. Es decir, un nueva tomadura de pelo por pretender que sean los llamados a resolver los problemas aquellos que los crearon. O, como decía Ortega, “no debemos pedir el retorno de lo que fue la causa del trastorno”