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El hombre bueno

 

Lleva Torres ya casi tres años al frente del Gobierno y aún no han salido de debajo de las piedras los críticos ad hominen de su mandato. Algo tendrá este hombre que despierta sin tener que hacer esfuerzo alguno una casi universal conmiseración: el desafortunado Ángel Víctor, coleccionista involuntario de catastróficas desdichas, el presidente al que le tocó bailar con todas las más feas, el hombre tranquilo que nunca (casi nunca) pierde la compostura y la voz suave, casi aterciopelada, el caballero de Arucas incapaz de matar una mosca, faltarle el respeto a nadie, filibustear o hacer una trapisonda. El líder providencial del PSOE canario, con 33 diputados detrás en las próximas elecciones (dicen en el PSOE que lo dicen las encuestas que encarga el PSOE), el candidato a la reelección que logrará evitar que los resultados nacionales (cuando se tuerzan, y más tarde o más temprano se tuercen siempre) salpiquen al PSOE de aquí. Ángel Víctor Torres, el pobre y bien estimado presidente que no se mete con nadie y a nadie daña.

 

Hace tiempo que la bondad intrínseca de Torres me escama: no porque no crea en la existencia de gentes buenas, sino porque aunque existen buenos políticos, el político bueno es un oximorón, una suerte de fenómeno improbable. Alguien tan, pero tan bueno, discreto, respetuoso y sacrificado no podría durar mucho en las altas lides del gobierno, y éste lleva ya 23 años sin que nadie le tosa. Empezó en 1999 como concejal en su pueblo, Arucas, y a los seis años ya era alcalde. Tuvo después su primer y único traspiés conocido, al perder la alcaldía a pesar de haber sido el más votado. Tomo nota. Y dos años después logró colocarse como diputado en el Congreso por la provincia de Las Palmas, sustituyendo a López Aguilar, que intentó su incursión isleña. Desde el Congreso, en apenas un año, saltó a la secretaría general del PSOE grancanario. Eso le permitió volver a ser candidato en Arucas, y recuperar la alcaldía, hasta 2015, cuando se presentó al Cabildo y quedó el tercero, pero –ya había aprendido- cerró un acuerdo con Antonio Morales que le dio la vicepresidencia, le puso al frente de una consejería cajón de sastre (incluía las obras públicas y el deporte, una ensalada ad hoc) y le ayudó a hacerse con la secretaría general del PSOE en Canarias, tras la renuncia de José Miguel Pérez. En 2019 se coinvirtió en Presidente del Gobierno cerrando un pacto floral que hasta entonces parecía imposible. En el ínterin demostró extraordinaria habilidad para la negociación, sangre fría y –sobre todo- una determinación asesina por convertirse en mandamás regional. Son cualidades todas ellas (una cualidad no tiene porqué ser necesariamente virtuosa) que se compadecen poco con la imagen bondadosa que ha ido labrándose en su carrera. Porque no es posible sobrevivir casi un cuarto de siglo en un ecosistema tan fiero como es el de la política regional, siendo un blandito bondadoso, un tipo afligido por el dolor y la desdicha ajena. Y sin embargo, esa imagen es la que se percibe en el común, la que aplauden a rabiar los suyos, felices y agradecidos suyos, y la que se propagandea sin cesar desde el púlpito catódico del Gobierno.

 

¿Es realmente un hombre tan bueno como nos dice la tele el presidente Torres?  Probablemente, en un universo como el político, donde lo que cuenta es lo que la gente te compra, Torres pasa por serlo –un buenazo-, como lo son los cuatro colegas que le acompañan más cerca en su viaje de largo aliento y recorrido desde los concursos literarios a la profesión de vendedor de cuentos. Ha aprendido a gobernar –en general- con aparente suavidad, casi melifluamente, dejando que se achicharren otros. No se le conocen golfadas de dinero. Reparte gratis sus sonrisas sin avaricia ni mesura. Adopta un semblante de triste taciturno ante la desgracia ajena y pone cara de cura plácido y santiguado cuando sus adversarios la pifian. Es la suya la biografía de un titán del disimulo.        

 

Pero Torres oculta algunos perfiles afilados: se define a sí mismo en sus actos como alguien que evita problemas (sobre todo los que pueden afectarle), y es capaz de hacer lo que haga falta para evitar ser el pagano de cualquier conflicto. Por no cargar en un entierro con el muerto vendería su alma al mismo diablo. Y lo hace –vender su alma bondadosa- cada vez que es preciso o conveniente. Para los asuntos más delicados, complejos u oscuros, tira de Olivera, que es el que se ocupa de hacer lo que no debe hacer un presidente. Dicen que a él Torres sí le cuida. Por eso le tocó a Blas Trujillo explicar en el Parlamento lo de los cuatro millones de las mascarillas.

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