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El imperio humillado

 

Ha pasado un año, pero los medios siguen presentando la guerra con el mismo formato de competición con la que nos acercan los deportes de masas. La información sobre lo que ocurre en Ucrania se sostiene sobre resultados: tantas bajas rusas, tantas bajas ucranianas, tantos civiles asesinados, tantos tanques perdidos, tantos tanques ganados, tantos kilómetros cuadrados recuperados, tantas ciudades perdidas… al final, la idea es que los números definen la victoria o la derrota, y que este partido que se juega entre la libertad y el totalitarismo sobre suelo de Ucrania lo ganará quien se apunte los mejores resultados.

 

En realidad, no es así: después de un año de desastre, ya sabemos algunas cosas, por ejemplo, que Ucranía no ganará a Rusia, pero también sabemos que Rusia ya ha perdido frente a Ucrania. No se puede sojuzgar por la vía la destrucción y ocupación un país de 45 millones de habitantes, sobre todo si ese país está dispuesto a resistir. Con más medios, tecnología y dinero, EEUU fue derrotado en Vietnam, y la URSS (la Rusia de hoy es una URSS apenas maquillada) perdió frente a un pueblo de campesinos y cabreros armado con misiles Stinger. Es verdad que Rusia arrasó Siria –con el aplauso de sus gobernantes- y aplastó Chechenia, su propia república 24, con millón y medio de habitantes. Pero la derrota de Rusia frente a Ucrania no es militar, es ideológica: la guerra ha creado un sujeto nacional que hasta 1991 era sólo una entelequia. Incluso en los territorios rusoparlantes de Ucrania, que son los que más han sufrido con la operación militar especial, la población que ha sobrevivido es hoy rusófoba. Hasta el inicio de la invasión, millones de ucranianos sentían un vínculo histórico y cultural con Rusia, una hermandad eslava reforzada por matrimonios mixtos, amistades, negocios comunes y un idioma muy cercano. Después de un año de guerra, Rusia ha perdido Ucrania para siempre. Incluso si Putin lograra invadir y ocupar todo el país, no podría someterlo. La Ucrania que Putin quería ganar, esa tierra rusa, ha dejado de existir. La Ucrania surgida de esta guerra, no perdonará jamás a Rusia lo que Putin le ha hecho.

 

Y además, a Rusia todo esto le ha costado muy caro. En vidas humanas –que parecen no importar demasiado a nadie-, en destrozo de material bélico, en retroceso económico y en pérdida de liderazgo internacional y prestigio. Rusia es hoy un país apestado, casi lumpen, humillado por el David ucraniano, armado y arengado por los países de la OTAN para que sea quien ponga los combatientes y los muertos y libre en su suelo una interminable batalla de desgaste contra Rusia.

 

El relato construido por el Kremlin sobre la operación militar especial de Putin se ha ido al garete: se trataba de parar una supuesta expansión de la OTAN, y las neutrales Suecia y Finlandia han optado por sumarse a la Alianza. A pesar del botón nuclear, Rusia ha demostrado ser hoy un gigante con pies de barro. Putin quería una victoria rápida sobre Ucrania, esperaba lograr en menos de una semana la rendición de Kiev, la localización y asesinato de los dirigentes del país –esos nazis– y recibir alguna hipócrita protesta de la comunidad internacional. Una repetición del guion de la anexión de Crimea en 2014. Pero no ha sido así. Lo que debía ser para Rusia motivo de orgullo nacional y celebración patriótica –la recuperación de parte del imperio perdido-, se ha convertido en un callejón del que nadie conoce la salida, y del que Rusia no puede salir.

 

La guerra contra Ucrania nos llevará a todos a una catástrofe si se descontrola esa escalada que en Occidente se asume ya como inevitable. Por eso Putin ha precipitado los acontecimientos, lanzando una ofensiva de invierno que se produce cuando el invierno acaba, pero antes de que Ucrania disponga de carros, cazas y un nuevo arsenal OTAN. Putin sabe que está pagando con creces sus pequeños éxitos sobre el terreno, pero cree que Rusia no será derrotada militarmente, porque su ejército es inagotable, y a pesar del daño que las sanciones han hecho a la economía –sobre todo a la de los socios, amigos y familiares de Putin-, sus recursos son ilimitados: el precio de su petróleo y su gas -que Europa sigue comprando masivamente- se ha duplicado desde que empezó la guerra, y Putin ha encontrado en el resto de los regímenes tiránicos del planeta un apoyo creciente. Irán se ha convertido en su mayor proveedor de armamento sofisticado, y China en su mejor valedor internacional. El mundo regresa a los tiempos de la guerra fría y de los bloques, con Rusia teniendo que ceder a China su rol de segunda potencia. Otro motivo más de humillación para un imperio que siempre se sintió despreciado.

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