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La batalla por Madrid

 

 

Pablo Iglesias presentó ayer su candidatura a la presidencia de la comunidad de Madrid como suele: cargando sus palabras de retórica antifascista, calificando de criminales y delincuentes a sus adversarios electorales y ofreciéndose como el hombre providencial y necesario para resolver la situación de decadencia de la izquierda madrileña. A eso le añades el efecto sorpresa y la inusualidad de una jugada a todo o nada, y el cóctel queda servido: Pablo Iglesias, campeón de las izquierdas, al rescate de la capital de España, símbolo (símbolo mártir) de la gloriosa resistencia al fascismo.

 

En la apuesta de Iglesias hay mucho más cálculo, por supuesto, pero hay sobre todo una casi ilimitada autoconfianza en su capacidad para hacer frente a todo lo que él decida ponerse por delante. Iglesias entró entre abrazos catódicos en el Gobierno de coalición en enero del año pasado, para llegar 14 meses después a un completo desencuentro con Sánchez, al que creyó erróneamente que podía manejar sin esfuerzo. Consciente de su debilidad en el Ejecutivo, buscó una constante confrontación que le ha debilitado. Se mantenía en el Gobierno con menos poder efectivo del que tuvo en los primeros meses, y ha pensado que desde fuera podrá marcar la continuidad de esa estrategia de denuncia de la agenda más moderada de Sánchez sin tener que evidenciar contradicciones. Su decisión de pelear por Madrid, de ser candidato de la izquierda reunificada, anunciada sin previo acuerdo con sus previsibles socios de Más Madrid –el partido más votado en la capital, y en cuarto en la región– es de una enorme osadía: Iglesias no se comería una rosca en Madrid si se presentara sólo con el apoyo de Podemos, al que las encuestas colocaban hasta ayer por debajo del cinco por ciento de los votos (sacó apenas el 5,5 por ciento en 2019), y por tanto en trance de desaparecer. Sin el apoyo de Errejón su candidatura estaría sentenciada, pero aún así impone con descaro su nombre, consciente de su tirón personal entre los votantes de Más Madrid. Errejón tendrá que aceptarlo, por más que negocie el control de las listas para atar en corto a su antiguo jefe. Esa será la parte más complicada de la negociación, pero es difícil que pueda llegar a frustrarla. Errejón no querrá pasar a la historia como el hombre que evitó la unidad de la izquierda no socialista en Madrid, frente a una Ayuso absolutamente crecida. ¿Y el PSOE? El PSOE no va a entrar en el juego: Sánchez deseaba ayer desde Francia suerte a Iglesias, pero “un poco más de suerte a Gabilondo”. El PSOE fue la primera fuerza política en la Comunidad de Madrid en 2019, y aunque los socialistas saben que es prácticamente imposible que eso vuelva a ocurrir, no van a hacerse el harakiri voluntariamente: intentarán mantener amarrados sus votos.

 

Por eso, la de Madrid es la apuesta más arriesgada de Iglesias en toda su carrera política, y además la realiza en el momento de mayor debilidad de su liderazgo: el resultado madrileño depende de muchas cosas, pero sobre todo de la capacidad de Ayuso de lograr en la derecha lo mismo que Iglesias pretende hacer con la izquierda: convertir la batalla por Madrid en una pelea sin tregua ni prisioneros, en la que cada bando movilice hasta el último apoyo. Se enfrenta a Iglesias su alter ego conservadora, una mujer sin complejos ideológicos, a la que –como a Iglesias– siempre ha parecido importarle más el resultado que el método. Ambos tienen exactamente la misma edad: nacieron el 17 de octubre de 1978, unos días antes de que la Constitución fuera sometida a referéndum. Los dos son políticos raciales, astutos, implacables y -cada uno a su manera- se han convertido en iconos para su bando. Para los neutrales representan a las viejas dos Españas, que vuelven a la gresca.

 

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