Política con dinero ajeno

Es algo antiguo: cuando no hay dinero, en democracia se gasta más. El Gobierno Sánchez ha elevado esa máxima a categoría de estilo Llevamos dos años sin Presupuestos –dos camino de tres- y Bruselas nos ha colocado en el rincón: España es uno de los dos únicos países de la Unión que no ha presentado su plan presupuestario porque, sencillamente, no logra aprobar las cuentas del Estado. Bélgica acaba de sacar las suyas; en cuanto las registre, nos quedaremos solos, sin presupuestos, sin hoja de ruta y con un Gobierno que gobierna tirando de tarjeta de crédito. Por eso, la Comisión Europea, poco amiga de sobresaltos, ha advertido esta semana que España está “en riesgo de incumplimiento fiscal”. El crecimiento del gasto neto previsto para 2026 supera los límites pactados con Bruselas. Resulta esperpéntico que la Comisión haya hecho el cálculo con previsiones porque el Gobierno ni tan siquiera se ha tomado la molestia de enviar los datos. Uno no sabe qué considerará peor la Comisión: si gastar sin mesura lo que no se tiene o esconder las cuentas para que no se note.
Lo que está haciendo España da un poco de yuyu: en 2026, solo la revalorización de las pensiones y el aumento salarial de los funcionarios elevarán el gasto público en 9.300 millones de euros. Un gesto que el PSOE vende como justicia social, pero que funciona como reclamo electoral perfectamente calculado para reforzar sus dos grandes caladeros de voto: el de los pensionistas y el de los empleados públicos. Son medidas de impacto en las encuestas… pero devastadoras a medio plazo en las cuentas. El Gobierno promete hoy lo que tendrán que pagar mañana nuestros hijos.
Es la paradoja española: este país sigue siendo pobre, pero gasta como si fuera rico. Bruselas puso ayer negro sobre blanco algo que venimos sospechando hace años: que España está en situación crítica tanto en empleo como en pobreza. Las cifras que lo demuestran son demoledoras: la tasa de empleo española está en el 71 y medio por ciento, cuatro puntos por debajo de la media europea. Y eso no solo significa menor porcentaje de gente con trabajo: también implica menor productividad, menos ingresos fiscales, menos capacidad para sostener un Estado social. Nuestro mercado laboral, nos dice la Comisión, “sigue presentando retos estructurales”, un eufemismo para no señalar lo evidente: demasiada temporalidad, salarios bajos, y jóvenes y mayores expulsados del sistema. Pero si lo del empleo preocupa, la pobreza escandaliza: casi el 26 por ciento de la población española está en riesgo de pobreza o exclusión, cinco puntos más que la media europea. Y la pobreza infantil es del 34,6 por ciento. Que uno de cada tres niños españoles viva en la pobreza debería impedir dormir a nuestros dirigentes. Pero eso es lo que ocurre en un país que presume de sostener el escudo social. ¿Qué clase de escudo es ése que no protege a los niños?
¿Cómo se aguanta ese contraste delirante? Pues gracias a una ficción contable, una política que promete como si no hubiera un mañana, porque mañana le tocará pagar a otro. Es la política de un Gobierno que presume de redistribución y rehúye el ajuste estructural que permitiría sostenerla, mientras la inflación devora los salarios y la deuda pública supera el 110 por ciento del PIB. Por sí sola, la deuda condiciona cualquier intento de una política social con continuidad.
Mientras tanto, el Gobierno promete nuevas mejoras, nuevos compromisos y nuevas expansiones del gasto que no guardan ninguna relación con la evolución de la economía real. La AIReF prevé que el gasto primario crezca un 4,6 por ciento en 2026, muy por encima del 3,5 pactado con Bruselas. Una desviación de 1.200 millones. No es un detalle técnico: es la constatación de que España vive por encima de sus posibilidades, y gasta el dinero no en políticas redistributiva, sino en lograr apoyo electoral a un Gobierno quemado. ¿Es razonable que con dinero prestado se suban los salarios de los empleados públicos y las pensiones? Empleados de la Administración y jubilados son dos de los colectivos sociales mejor situados. La jubilación media supera ya el salario medio del país. Asombroso.
Endeudar a generaciones no puede ser una expresión de “empatía social”. Un Gobierno solvente no puede sostener el Estado social si su economía no crece al ritmo necesario para financiarlo. No hay justicia social sin estabilidad fiscal, ni bienestar posible sin reglas claras. Se dice que los gobiernos piensan en las próximas elecciones y los estadistas en las próximas generaciones. Aquí tenemos un Gobierno que piensa en como aguantar, y juega con el dinero ajeno —con el de nuestros hijos— como si fuera propio. Cuando llegue la factura, Sánchez ya no estará en La Moncloa. Pero la deuda sí. Y también la pobreza, el empleo precario y la gigantesca hipoteca social que estamos dejando como herencia.
